“Salsa de tomate”

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POR MARÍA G. AGUADO

Era 9 de abril de 1962 y Sophia Loren se ponía el delantal dispuesta a preparar una salsa de tomate. Le resultaba más fácil enfrentarse a esa conocida receta de toda su vida que a la posibilidad de que aquella noche dijeran, o no, su nombre en la gala de los Oscar. Debía acudir porque estaba nominada a Mejor Actriz por Dos Mujeres, premio que ganó, por cierto, y lo supo cuando Cary Grant la llamó a las 6:39 de la mañana.

Sophia escondía sus lágrimas nerviosas detrás de una cebolla para el sofrito. Y quién no lo ha hecho. Siempre presente en la cocina mediterránea, cuántos la habrán utilizado de excusa para desahogarse. Aunque resulta difícil pensar en llorar frente a una salsa de tomate. Se llora delante de una sopa, de una crema, de un plato precocinado… A lo mejor es que yo tardé tanto en consumirla con una pasta que hoy me sabe a gloria, igual que a un niño con bigotes naranjas del baile de espaguetis.

LAS COCINeRAS QUE NO AMARON LA PASTA

Y es que mi madre, como muchas madres, es hija de las cocineras que no amaron la pasta, cocineras de posguerra que, como mi abuela, acudían al economato a por provisiones y la pasta era tan mala como saciante. Lejos estaba para las familias poco pudientes de los sesenta considerar la pasta una delicia. Más bien era un plato pringoso, pasado y cubierto de salsa. Poco apetecible. Y mira que mi abuela cocinaba bien la tradición, pero lo exótico –que para ella era lo italiano– no.

Mi madre, en cambio, bordaba la boloñesa, la salsa. La pasta, no; no seguía los ocho mandamientos de Loren; al dente no estaba en el vocabulario de los noventa. La comíamos veces contadas. Por eso hoy sigue siendo para mí una fiesta recibir la salsa en botes de cristal que antes contenía cualquier conserva.

Pocas cosas calientan tanto el alma como una boloñesa. Por eso, se me parte cuando la cocina italiana se desprestigia anunciándose en paneles de cartón de cafetería de playa con pizzas que no son pizzas, y en menús del día con macarrones blandos empapados por un tal Orlando.

El espíritu de sophia LOREn EN MADRID

Pero se me recompone en dos lugares de Madrid. Uno es Grosso Napoletano. El puñal de su neón será canalla, pero la pizza te lleva a un barrio de Nápoles. Cuando circulan las pizzas por el restaurante, huele a masa, a tomate, a albahaca, a horno de piedra. Y saben mejor. El segundo sitio es Nina Pasta Bar. Adriana Restano es una joven parmesana que sirve los que para mí son los mejores ñoquis de Madrid (de calabaza con guanciale y parmesano) y unas pastas frescas de escándalo.

La cocina italiana me hace sentir en casa, sin que sea la mía. Que me perdonen los italianos esa pequeña apropiación. Se lo compensaré en un futuro cercano. Porque, como decía Milena Busquets, “También esto pasará”, y volveré para comerme Roma.

quiero saberSofía Soler