“Esa noche la calle estaba a rebosar”, por Adolfo Berraquero

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Esa noche la calle estaba a rebosar y dos transeúntes caminaban por sus cables como si fueran los únicos en toda la ciudad. Madrid ardía en pleno invierno. Algún tipo de melodía debía sonar dentro de sus cabezas porque entre risas y saltos cruzaron una multitud repleta de sonrisas fugaces y miradas voraces. 

Se les había hecho tarde de tanto esperar. Él, un beso en cada esquina. Ella, todo lo demás. 

Sin ser muy conscientes de sus pasos, se dieron de bruces frente al calor de un fogón de leña y el olor a pasta recién hecha. La encargada del lugar era de algún rincón del mundo donde la vida se entiende a gritos de felicidad, es decir, se entiende bien. Sus caderas y su forma de mover los labios te invitaban a sentarte en una de las cinco mesas que había preparado con tanto esmero una noche más. Lo hicieron, a ritmo de ‘Cantare d'amore non basta mai

Ne servirà di più
Più bella cosa non c'è
Più bella cosa di te’. 

Fettucini para dos y vino de la casa para dar de beber a un regimiento de enamorados primerizos. No celebraban nada más importante que haberse encontrado, juntos. Brindaban con las pupilas para dar paso a un bocado tras otro de la Italia más pasional, la única capaz de ser creada por un argentino orgulloso de su origen mestizo; de abuela romana y abuelo porteño. Sus manos tenían la forma de aquellos que lo intentan hasta que lo consiguen. 

Las horas no pasaban, desaparecían. La luz se apagaba y el ruido subía. Era hora de irse, una vez más, siendo los últimos para seguir siendo los primeros. Cruzaron la puerta de aquel local sabiendo que habían encontrado un lugar para volver. 

Tal vez, pronto. 

Tal vez, siempre.


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